Tesoros, túneles y pasadizos coloniales (1 de 2)
Santo Domingo de Guzmán es un amalgamado Potosí de riquezas y tesoros, dormidos por siglos en espera de sus dueños originales, que no vivieron para recuperarlos, escondidos en profundos agujeros, en gruesas paredes coloniales o en algún rincón de sus numerosos y poco conocidos túneles y pasadizos que subyacen fuera de la vista de nuestra hermosa, misteriosa y fascinante ciudad
Diseñada por Nicolás de Ovando, con calles rectas y edificios que no tenían que envidiar a los del Viejo Mundo, esta ciudad, que al principio no era más que una villa de poco más de 24 cuadras, pronto se convirtió en centro de comercio y resguardo de las riquezas adquiridas, tanto en el resto de la isla, como en los nuevos territorios de tierra firme que iban siendo descubiertos y conquistados.
Escala “técnica” necesaria en el viaje de regreso que desde México Cuba, Borinquen, Florida y Sudamérica realizaban conquistadores como Hernán Cortés, Ponce de León, Alonso de Ojeda, llevando las riquezas, tesoros y ricos novedosos productos al flamante Reino de España: –Castilla y León, la primera ciudad de arquitectura europea en América, era no sólo centro de avituallamiento para el largo regreso, sino también destino de desembarco y permanencia, con su parte de botín, de los “soldados” aventureros con historias y pendientes, que por una razón u otra no les convenía regresar a Europa.
En estos primeros años pues, y casi hasta mediados del siglo XVI la Primada Ciudad era pródiga en riquezas de particulares, en esclavos, para facilitar –gratuitamente- todo tipo de labores pesadas y en un rico comercio maderero para exportación que en menos de 150 años desoló toda la región sur de nuestro actual país, que, imposible como parece a nuestros ojos hoy, era, un amplio y denso bosque de pinos, caoba y otras maderas preciosas, comenzando desde Ocoa, y siguiendo por toda la actual provincia Bahoruco, parte de Barahona y San Juan de La Maguana y hacia el norte, hasta las feraces tierras del Valle de La Vega Real.
Las noticias de los naufragios, víctimas de los impredecibles temporales, que en aquellos tiempos se estimaban uno de cada nueve, de las naves que atravesaban el Atlántico, -La Mar Océana- y más adelante, hacia finales del siglo XVI, el asolamiento de filibusteros, piratas que atacaban, saqueaban y pasaban por las armas las embarcaciones, pasajeros y tripulación de una de cada cinco naves que salían hacia España movió, pues a los notables, nobles y nuevos ricos a conservar su fortuna en el Nuevo Mundo, muy especialmente los residentes descendientes de españoles que, aún deseando establecerse con sus riquezas y disfrutar las pompas de las cortes españolas y los placeres de sus grandes y hermosas ciudades, mantenían la aprensión de perder sus bienes y vidas en la travesía.
Fue así que, respetables fortunas, una parte de ellas logradas con el pillaje y explotación de los sometidos en los nuevos territorios y los privilegios reales otorgados a los súbditos peninsulares en la Hispaniola, a falta de instituciones fiduciarias a las que estos les pudieran confiar y garantizaran sus haberes, concretamente, en ausencia de los novedosos bancos, como los que iniciaran en Venecia, Florencia y otras ciudades independientes, eran escondidas, a fin de prevenir que les fueran hurtadas. Los hombres y mujeres acaudalados también temían las pesquisas de los oidores y autoridades encargadas de cobrar los impuestos y algo aún peor: las incursiones piratas en tierra, como fue la de Francis Drake, todo lo cual estimuló la práctica de idear escondites ingeniosos, para sus dineros y valores, asegurando así su conservación.
Desde la fundación misma de Santo Domingo, simultáneamente con la edificación de los edificios públicos, residencias de notables e iglesias, inició la construcción de pasadizos, que no eran al principio más que salidas subterráneas de una residencia, despacho o templo a un cercano lugar para evadir persecución o lograr discreción al trasladarse a otro punto de la ciudad. Con los años, empero, los pasadizos fueron extendiéndose hasta convertirse en un tinglado –que no red- de túneles que conducían a residencias, templos y lugares de respetable distancia.
¿Quiénes construyeron estos túneles? Aún preparados en el mayor secreto, se ha podido rastrear que la mano de obra principal, dirigida por maestros de obra españoles, fueron cuadrillas de esclavos negros recién traídos de África a los que por primera asignación se les enseñaba y forzaba a excavar. Todos estos túneles se cavaban a profundidades de no menos de 25 pies, llegando algunos a encontrarse hasta unos 40 pies debajo de las edificaciones. Tal vez sea esta la razón por la que la mayoría de estos permanece sin descubrir ni tampoco sean rastreables por medios modernos de detección. Triste destino, el de los esclavos que trabajaban en estos túneles: los menos eran movidos a otras islas, los más, pagaban con sus vidas el silencio, que aseguraba el secreto de su existencia.
En la casa ubicada en la Plazoleta Las Mercedes, justo al lado de la iglesia, está la residencia que fuera de las Hermanas Henríquez, donde luego estuviera el Liceo Dominicano. Apremiadas por las sospechas desde hacía años, de que en su propiedad se encontraba un tesoro, se valieron de una amiga de gran sensibilidad psíquica, para orientarlas sobre tal posibilidad y su ubicación. Corría el año 1939. La dama consultada examinó la casa, pasando luego al amplio patio; en un lugar concreto se detuvo y, señalándolo les dijo: -Aquí deben excavar; está profundo y es una entrada. Entusiasmadas, las hermanas lograron convencer a un obrero de zanjas, prometiéndole que le pagarían 50 pesos de la época, por el hoyo que le pedían y si encontraban algo “de la familia” con valor, además le regalarían una carreta con su caballo para que se ganara mejor la vida. El obrero de buena gana aceptó, y de inmediato inició, en el lugar señalado por la dama intuitiva, un agujero que al ahondar, sin nada encontrar todavía, a los seis pies tropezó su pico con una piedra lisa que al despejarla, observaron las hermanas y él, se trataba de un largo y algo estrecho bloque de piedra pulida. Desconcertado, recibió los redoblados aprestos de las damas para que continuara excavando en la misma dirección de la piedra. Al hacerlo, descubrió que el pétreo rectángulo no era sino un primer escalón, cuando encontró el segundo. Siguió pues con pico y pala, muy trabajosamente, por lo compactado del terreno, descubriendo una serie de escalones que descendían en dirección este hasta que, llegando al vigésimo, empezó a distinguirse un hueco superior, a la misma altura en igual dirección. Doce escalones más abajo, mientras avanzaba la picada y remoción de material, se encontraron con la entrada completa de un túnel, con paredes y techo de firme mampostería ya ennegrecida. Nerviosas, ingresaron las hermanas, de edad ya medianera, con veladoras a la larga oquedad, topándose a medio camino con un hermoso conjunto de vajilla cuidadosamente arreglado, a un lado de éste, con platos, vasos, copas y pozuelos en hermosa porcelana, Mal contadas por ellas, unas sesenta piezas. Sacaron las mismas cuidadosamente, llevándolas a la casa y, dando por concluida la primera larga jornada, que llegó hasta el anochecer, despidieron al obrero, informándole que volviera temprano en la mañana.
Presente al otro día, antes de las siete, el ahora más entusiasmado excavador inició con las hermanas el recorrido por el largo túnel, unos 35 metros, no encontrando más que una pared al final, en medio de la cual se encontraba una entrada en forma de arco, sellada. Al ordenar derribar el arco pared, escuchan con la acústica de túnel, que desde la entrada alguien las llama; se trata de la crianza de servicio, para avisarles que tienen visitas. Algo molestas por la interrupción suben y, para su sorpresa, se encuentran con dos sacerdotes franciscanos, uno de los cuales ya conocían, quienes les dicen que desde una parte del techo de la iglesia han estado observando la excavación y la gran acumulación de tierra y, estando tan cerca del templo les gustaría examinar lo que han estado haciendo. Un poco renuentes y aprensivas, ante la solicitud del párroco y del superior local de la orden, no les queda más remedio que permitirles pasar al conducto subterráneo, el que recorrieron hasta el final y, tras breve conversación, les manifestaron a las Henríquez que, midiendo el largo del túnel, en dirección al templo, estiman, que la entrada sellada está dentro de la propiedad de la iglesia, y que en consecuencia no pueden penetrar, pues no tienen el derecho ni su permiso para hacerlo. Decepcionadas, las buenas hermanas no tienen más opción que tapar el agujero y pagar al cavador los 50 pesos prometidos, aunque conservaron las preciosas y valiosas vajillas.
Las iglesias coloniales de Ntra. Sra. Del Carmen, Las Mercedes, Santa Bárbara, el Convento (hoy Ruinas) de San Francisco, la Iglesia-Convento Regina Angelorum, están interconectadas por largos, profundos pasadizos, que de común enlazan troncalmente con la Basílica Menor, Catedral Santa María de La Encarnación Primada de América – largo nombre oficial para nuestra Catedral. Algunas entradas de ellos, en las reconstrucciones y remodelaciones de parques y calles que Ayuntamiento y Gobierno realizaran entre los años 1900 y 1910, entre ellas, el Parque Colón, fueron parcialmente expuestas, o se usaron sin averiguar más, como conveniente drenaje. Pero en su mayor extensión, los túneles y pasadizos están intactos. Impensable como pueda parecer, la iglesia de San Carlos, ubicada en la cima de la primera gran cuesta de la ciudad, tiene un túnel, que mis amigos de generación mayor recorrieron numerosas veces, llegando hasta la costa del Caribe, cerca de un desagüe en la Plaza del Vigía, frente al puerto. Lo describen como no muy ancho, aunque sí bien construido. Otros túneles próximos a la antigua muralla oeste, tal vez realizados con algún propósito de defensa de la ciudad, han sido parcial y accidentalmente expuestos.
Ignacia Gómez -Doña Ñañá, hija del Generalísimo Máximo Gómez, le contó a mi madre que en 1909, en la calle Hostos, justo desde la calle Las Mercedes, donde inicia la antes llamada Cuesta del Vidrio, que conduce directamente al derruido Convento de San Francisco, realizando trabajos para rebajarla y convertirla en calle a la que pudieran acceder coches y vehículos motorizados, pues era antes camino de burros, que al domar la empinada cuesta, explanándola unos siete metros, se encontró un inmenso tesoro en varios cofres, consistente en doblones de oro y plata. Nada en los registros parece consignar este descubrimiento, que al parecer quedó discretamente encubierto, a pesar de haber sido encontrado por trabajadores y autoridades edilicias. Al mal cálculo estaríamos estimando unos cuatro a cinco millones de dólares de aquellos tiempos, disponibles en momentos en que nuestro país venía agravando su crisis de deuda externa, hasta los límites que llevaron a que fuera secuestrada nuestra soberanía por ocho años.
Me resulta imposible callar el extraordinario hallazgo que en una importante residencia de la Padre Billini, en 1971, hiciera el maestro de la obra, cuando rebajaba la terraza patio, que se encontraba a desnivel. Una vez allanada como terraza, la parte central del espacio ya rebajado cedió, descubriendo una enorme habitación, con una profundidad como de cuatro metros. Iluminando con linternas descubrió una indescriptible cantidad de objetos de los que reconoció armas, sables, cascos, entre muchas otras cosas indistinguibles. Se atrevió a improvisar una larga escalera y él solo bajó, viendo en más detalle, hermosas dagas con empuñaduras de piedras preciosas, candelabros y vajilla de plata, cofrecillos con alhajas en collares, de metal y brillantes piedras. No pudiendo esconder esto, se vio obligado a llamar a los arquitectos de la obra, los que con ayuda examinaron y extrajeron todos los valiosos objetos que habían dormido allí cientos de años. Concluida la extracción y puesto a buen resguardo lo obtenido, el arquitecto principal pasó las indicaciones al maestro: -Usted no ha visto nada. El cabeza de obreros le respondió. -Nada he visto, excepto un cheque grande que voy a recibir. Me narró el maestro, de quien recibí esta historia personalmente, que le fue entregado un cheque por RD$10,000. (Unos US$8,500 entonces). Le pregunté si había conservado algo del hallazgo; con una leve sonrisa de picardía, aunque resto de rostro serio, me contestó –Atento a mí, tomé una espada con empuñadura de piedras preciosas.. -¿Y qué hizo con ella? le pregunté -Pues por un tiempo me quedé con ella, y luego la vendí. -¿Por un buen precio? Le inquirí -Mucho, me respondió, aunque no me dijo su valor.
Si bien el interés por los posibles muchos tesoros que permanecen sin encontrar en nuestro amado Santo Domingo es una sana afición, la obsesión desmedida por descubrirlos no solo es contraproducente sino también perjudicial. En sendas casas de las calles Santomé y Las Mercedes, tanto se obsesionaron sus dueños con la certeza de encontrar fortunas ocultas que prácticamente destruyeron sus hogares. Uno de ellos llegó a cavar y mantener por años, una profunda depresión de unos tres metros y medio que ocupaba, a excepción de su habitación trasera y un baño, toda la casa, a la que sólo se podía acceder o salir a través de precarios andamios e inseguros puentes de tablones –sin barandas.
Mi aspiración de consignar las más relevantes historias y eventos asociados con nuestros tesoros y descubrimientos en una sola entrega ha quedado truncada por más historias de innegable interés que no deseo queden sin ser conocidas. Entre ellas, varios relatos excepcionales y sorprendentes, que de contar de nuevo con la gentil condescendencia de este prestigioso diario, tal vez podamos compartirlos.
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