Eugenio María de Hostos: dominicano de sentimiento (2 de 2)
Hay una anécdota, referida por Arturo Grullón, que muestra, por una parte, la gran admiración que tenía Eugenio María de Hostos por los prohombres de la libertad americana, y por la otra, como sabía extender su entereza educativa a sus alumnos, sin importar si la valoración cívica como enseñanza trascendente debía demostrarse tanto dentro como fuera del aula.
Cuenta Arturo Grullón, cuyo nombre lleva hoy un hospital infantil de Santiago de los Caballeros, que una prima noche un grupo de sus estudiantes, adolescentes todos, se enteraron que en la ciudad capital se encontraba de visita el general Máximo Gómez. Los discípulos deciden que deben ir a conocer a esta ilustre personalidad, pero uno de ellos propuso que fueran por Hostos para que les acompañara. Como era ya de noche, algunos vacilaron, pues no querían molestar al Maestro que ya estaba recluido en su hogar. Pero, venciendo esos temores decidieron comunicarle la presencia de Gómez en la ciudad y el deseo de ir a conocerle. Cuando le dieron la noticia a Hostos, este sonrió, se cambió rápidamente (es de presumir que ya se encontraba en pijamas), se puso su sombrero y solo atinó a decir: “Llegué a tener el temor de que este acto no se produjera”. Y partieron todos, maestro y discípulos, a saludar a Gómez, quien se encontraba alojado en una casa del sector de San Carlos.
Pero, Eugenio María de Hostos fue también un hombre de temperamento altivo y radical. Y este carácter habrá de ser un contribuyente de primer orden en las aversiones que provocaban sus enseñanzas. Pedro Henríquez Ureña lo consigna: “De cerca todo hombre de cualidades extraordinarias tiene sus intransigencias, que acrecen el mal querer de los envidiosos, y sus caridades, que le hacen sagrado para los que le toman por guía”. He ahí la definición precisa de lo que aconteció con Hostos, sus ideas y su programa educativo. Camila Henríquez Ureña anota un dato poco conocido tal vez y es la mención que hizo Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, recordando la presencia en el Ateneo de Madrid de “un antillano llamado Hostos, talentudo y brioso, de ideas muy radicales”. Y lo decía, lo explica Camila, porque invitado por el presidente de aquella docta casa madrileña para que disertara sobre cuál de las dos formas de gobierno, monarquía o república, realiza mejor el ideal del derecho, Hostos se encargó de enmendar la plana a España, provocando la ira de los ateneístas y produciendo desde ese momento la ruptura de Hostos con la metrópoli. “Dentro de la constitución española no cabe mi patria, y donde no cabe mi patria no quepo yo”. A eso es que le llaman ponerle la tapa al pomo.
Pedro lo llamó: “orador olímpico... escritor genial... pensador aún más grande y soberbio... original y poderoso... hombre espiritualmente perfecto”. Francisco Henríquez y Carvajal, el padre de los Henríquez Ureña, dijo de Hostos que era “una figura colosal que alza en su diestra una antorcha encendida”. Max Henríquez Ureña anota que “su voz augusta y majestuosa se elevó por encima del formidable estruendo de las pasiones sanguinarias y dolientes”. Cuando el Maestro fue viendo, “con íntimo dolor”, como teniendo encima el encono de sus detractores, se le alejaban ahora los discípulos, dice don Federico Henríquez y Carvajal que “fue cayendo, lentamente, penosamente, en la nostalgia del ideal en eclipse”. Camila apunta que con un organismo debilitado, enfermó de fiebre infecciosa y murió en apenas cinco días. Pero, fue Pedro quien lo inmortalizó al escribir que “murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de asfixia moral”. “Lo mató la tristeza, lo mató el dolor del ideal irrealizado”.
Francisco Henríquez y Carvajal, que estaba a su lado a la hora de su muerte, escribió un relato de ese momento que me parece estremecedor, por el suceso en sí mismo y por el retrato que configura sobre el carácter del Maestro hasta en sus últimos minutos de vida. Destaca Francisco previamente el amor que siempre tuvo Hostos por la naturaleza, como la tuvo por la belleza y el bien. “La naturaleza era su encanto; la naturaleza con todo el esplendor de sus armonías, con todo el rigor de sus leyes; así como el desorden social era su horror; el desorden social con todos sus dolores, con todos sus productos informes y sus abortos monstruosos...” Y hasta en los momentos finales de su vida, Hostos dio muestra de su amor por la naturaleza. El Maestro residía en una quinta llamada Las Marías, en Gascue, entre lo que es hoy la Avenida Independencia y la calle José Joaquín Pérez. Habían muy pocas casas en ese entonces y era fácil divisar al frente la playa de Güibia. Alrededor del moribundo está su familia y allegados más íntimos, don Francisco entre ellos, como médico y como amigo. Suponemos a todos cabizbajos, cariacontecidos, en medio de silenciosas y “tristes reflexiones que en aquel momento visiblemente embargaban el ánimo de sus familiares”. Francisco intenta cortar “brusca e intencionalmente” el clima pesaroso que se respiraba en la alcoba donde yacía el moribundo. Es entonces cuando Francisco pregunta a todos los presentes si habían visto como estaba el mar, “tempestuoso, desencadenado, amenazando en su furor tragarse la tierra”. Hostos escucha y trata de incorporarse y suplica entonces a los que le rodean: “pues, déjenmelo ver; llévenme a verlo de cerca”. Y entonces cuenta Francisco: “Yo hice abrir todas las puertas y ventanas de la alcoba, desde donde era visible el soberbio espectáculo, y un brevísimo instante él lo contempló. Y volvió sobre la almohada a caer pesada la cabeza”. Así dejó la vida el Apóstol y Maestro. “Fue un faro repentino en la larga noche de nuestra profunda ignorancia”, escribió Arturo Grullón.
Yo he podido describir, brevemente, las luchas de Hostos por el triunfo de la civilización contra la barbarie que pregonaba Domingo Faustino Sarmiento; he intentado esbozar sucintamente la vida y las batallas de este combatiente por el predominio de la razón y el conocimiento; he logrado hilvanar las adhesiones entusiastas y fieles como las vacilantes, y las obstrucciones y antagonismos desde el cruce normal de las ideas como las ruines; he recordado y revivido de modo conciso la vida de utilidad y a la vez de infortunios de Eugenio María de Hostos, porque me leí con entusiasmo la formidable recopilación de textos en la memoria del Apóstol y del Maestro que ha compilado Miguel Collado. Un libro que cumple con asombrosa eficacia el objetivo buscado por su autor: hacer una ofrenda de amor a Hostos y a su ideario, un tributo de respeto, de gratitud y de valoración de su ideal de este “ciudadano de la inmortalidad” como le llama Collado, nuestro más importante bibliógrafo. Un libro que describe, en las voces de otros varios inmortales y de dos de sus más cercanos y meritorios discípulos, a ese “dominicano de sentimiento” que reunía en su personalidad “el viril corazón de todos nuestros pueblos”, aquel que quiso decir “en voz alta que no hay pensamiento, sentimiento, acto, intención, aspiración, que no hayan tenido en mí el sello infalsificable de mi afecto razonado a este país”.
Tributo a Hostos (Textos en su memoria). Miguel Collado. Incluye tributos de Federico Henríquez y Carvajal, Francisco Henríquez y Carvajal, Pedro Henríquez Ureña, Max Henríquez Ureña, Camila Henríquez Ureña, Félix Evaristo Mejía y Arturo Grullón. Y tres apéndices: Cronología de Eugenio María de Hostos (1839-1903); Iconografía familiar de Hostos; y, Bibliohemerografía hostosiana de autores dominicanos (1876-2014). Comisión Permanente de Efemérides Patrias, 2014/ 281 pp.) Todas las citas utilizadas en la elaboración de este artículo proceden del libro citado.
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