Efemérides que la cultura olvida
Un canario, cuya aventura profesional y vocacional lo llevó a estudiar medicina, a convertirse en sacerdote y a ejercer el periodismo, aunque por poco tiempo, es el fundador del primer periódico dominicano. Antonio María Pineda salió de las Islas Canarias junto a sus padres y se estableció en Barquisimeto, Venezuela, y luego en Caracas donde estudió medicina y se internó como religioso, aunque luego abandonara los hábitos. En Caracas estudió junto al dominicano Andrés López de Medrano, que además de médico fue filósofo y es el autor del Tratado de Lógica, que escribió en latín y que se considera el más importante texto filosófico del siglo XVIII. Pineda se embarcó de Venezuela para España con el fin de radicarse en Cádiz, y por uno de esos extraños rumbos de la vida, el barco en que viajaba se vio obligado a poner la proa hacia Puerto Rico y allí tuvo que permanecer contra su voluntad, durante un año, hasta que decidió enrumbar su destino en 1810 hacia Santo Domingo donde se quedó a vivir por largo tiempo, pues don Vetilio Alfau Durán cree que terminó sus días en Venezuela, adonde regresó porque allí vivían aún sus padres, muy a pesar de que aquí hizo familia y dejó descendencia.
Fue Antonio María Pineda quien once años después de establecerse en Santo Domingo funda el primer periódico dominicano, cuya edición prima circula el 5 de abril de 1821, y por cuya razón se celebra cada año en esa fecha el Día del Periodista, olvidando muchos que esa designación la hizo en 1962 el Consejo de Estado, presidido por Rafael F. Bonnelly. El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo, como se llamó ese “primer esfuerzo del periodismo nativo”, en opinión de Manuel A. Amiama en su ensayo “El periodismo en la República Dominicana” (1933), fue, pues, obra de Pineda y no de José Núñez de Cáceres, como todavía siguen afirmando muchos. Pineda y Núñez de Cáceres fueron amigos. Incluso, Pineda militó al lado del segundo en el plan de la Gran Colombia y fue uno de los colaboradores del proyecto de la Independencia Efímera. Pero, Núñez de Cáceres no fundó el primer periódico dominicano, sino el segundo, que se llamó El Duende y que se publicó por primera vez el 15 de abril de 1821, o sea diez días después del fundado por Pineda y cuando ya El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo circulaba en su tercer número. Por eso, Alfau Durán consigna que Pineda es el Fundador del Periodismo Dominicano.
José Gabriel García, reconocido como el padre de la historiografía dominicana, escribe en su Historia de Santo Domingo (1894) que ese periódico se fundó con el apoyo de la Diputación Provincial, donde laboraba Pineda. Pedro Henríquez Ureña en La Cultura y las Letras en Santo Domingo (1936) elogia el periódico de Pineda diciendo que en su título “se mezclan ilusiones de progreso e ideales de derecho”. Núñez de Cáceres fue un gran periodista, fundó otros más tanto aquí como en Venezuela, y en los de allí como en El Duende escribió sus famosas fábulas que lo convirtieron en el primer fabulista dominicano, como lo consignara en su momento el investigador bibliográfico Miguel Collado. Pineda nos legaría, además, su Memoria sobre la Vacuna (1814), donde los lectores podrán comprobar cómo la historia se mueve en círculos, pues para entonces el médico canario luchaba por convencer a los habitantes de nuestro territorio a que se vacunaran contra la viruela, como única forma de eliminar el mal, ya que muchos se mostraban reticentes a inocularse.
Esta historia viene a cuento porque el pasado 5 de abril se conmemoró el bicentenario de la publicación de El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo, y por tanto del periodismo dominicano, sin que este acontecimiento mereciera la atención que correspondía, con actividades que recordaran, evaluaran y elevaran la efeméride. Creo que como otras importantes celebraciones que deberíamos tener en este año, las mismas las ha frenado la pandemia, pero es lamentable, a nuestro entender, que conmemoraciones de este tipo no sean resaltadas con acciones y textos que destaquen la hazaña, el hecho histórico, y a los hacedores de momentos que son fundamentales en nuestra existencia como pueblo. En muchas partes del mundo, acontecimientos como el que mencionamos no se dejan pasar por alto. Lo observamos continuamente en España, para poner un ejemplo, donde todo cuanto muestra un ejemplo fundador o una acción memorable se recuerda con actos, publicaciones, conversatorios, conferencias, libros, artículos destacados en la prensa. Por estos días, por ejemplo, España recuerda los cincuenta años del nacimiento del icónico –vocablo de moda por estos tiempos, utilizado con tanta frecuencia que exaspera- disco de Joan Manuel Serrat, Mediterráneo, que ocupa el tercer lugar entre los cien mejores discos en español del siglo XX. Ese álbum marcó a la generación a la que pertenezco, pues a pesar de que fue el octavo publicado por Serrat contiene sus canciones más memorables (Aquellas pequeñas cosas, La mujer que yo quiero, Pueblo blanco, Tío Alberto, Lucía, Barquito de papel...) ¿Cuántos discos de la música popular dominicana se festejan aquí como está ocurriendo con Mediterráneo en España, para cuyo aniversario Serrat planifica su última gran gira –cumplirá en diciembre 78 años- con la finalidad de despedirse, como él lo ha declarado, de todos quienes siguieron con pasión aquellas canciones acompañado de aquella mujer perfumadita de brea, que se añora y que se quiere, que se conoce y se teme, y que tal vez, en muchos casos, sea la abuela de los nietos de millares. Bachata Rosa cumple 35 años –parece que fue ayer- y justo sería que aquí, ese otro álbum marcador, que cambió estilos y forjó nuevas normas musicales, motive a recordar el acontecimiento, cuando Juan Luis Guerra fundó un nuevo decir para la bachata.
En verdad, los dominicanos no somos conmemorativos, salvo casos en que parientes o participantes directos en un hecho histórico –que puede tener cualquier categoría: heroica, literaria, histórica, musical- mueva la coctelera y propicie el interés. Pero, anoten ustedes las celebraciones que hemos debido tener en cuenta durante este año, y que nadie ha mencionado ni menciona. El pasado 11 de mayo se cumplió el 75º aniversario de la muerte en Buenos Aires de Pedro Henríquez Ureña, nuestra figura intelectual por excelencia. Se cumple el cincuentenario del inicio de la obra como historiador de Frank Moya Pons, con la publicación de su primer libro La Española en el siglo XVI (1493-1520) que publicara la UCMM en 1971, en aquellos años gloriosos de las ediciones dirigidas por don Héctor Incháustegui Cabral. Ritos de Cabaret, una de las mejores novelas dominicanas, cumple treinta años de publicada. Se debiera recordar el fallecimiento, hace veinte años, de don Virgilio Díaz Grullón. Franklin Domínguez, el más grande dramaturgo dominicano de todos los tiempos, acaba de cumplir el pasado sábado, día 5, noventa años de edad. La inconclusa publicación de su teatro completo podría ser la mejor manera de honrar su trayectoria. Cumplen cuatro décadas la publicación de La magna patria de Pedro Henríquez Ureña, de Soledad Álvarez, que merece una reedición, y Viaje desde el agua, el nacimiento como poeta de Chiqui Vicioso; cumple treinta años la novela De cómo las chicas García perdieron su acento, que supuso el lanzamiento de Julia Álvarez como la gran escritora que es y como la primera de alta dimensión en escribir en inglés (para el mercado norteamericano) con tema dominicano (lo que la convierte en autora nacional, como quien suscribe señalara entonces, contra algunos pareceres en contrario). En octubre se cumplirá ciento veinte años de la muerte de César Nicolás Penson. Se cumplen también cincuenta años de la aparición de las inolvidables Estampas Dominicanas, de Mario Emilio Pérez, el mejor escritor de humor de nuestra literatura. Y aquí me quedo con estas efemérides literarias, porque hay más, tantas como para recordar y celebrar cada mes. Si escribo hoy sobre estas intrascendencias, como habrán de decir algunos, es porque entiendo que la literatura no sólo se mueve escribiendo y publicando, sino también recordando y honrando. Las trayectorias se respetan y se festejan. Y eso es lo que no hacemos, lo que nos falta por hacer en nuestra cultura que tantas veces olvida.
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