Ser dominicano, según Manuel Rueda
La dominicanidad, esa forma de ser, de actuar, de pensar y de sobrevivir, ha sido tema de atención desde hace muchos decenios, de escritores diversos: psicólogos, psiquiatras, ensayistas, novelistas, historiadores, lingüistas, periodistas, sociólogos, folkloristas. De José Ramón López a Corpito Pérez Cabral, de Angela Peña a Lipe Collado, de Antonio Zaglul y Fernando Sánchez Martínez a Harry Hoetink y Fernando Ferrán, corren ríos de tinta y pensamiento para dar con una explicación del ser dominicano, de eso que denominamos identidad y de las características y contradicciones que identifican lo que hemos sido, lo que somos y, tal vez, lo que deseamos ser.
Manuel Rueda escribió diversos textos sobre este tema, bajo la premisa de que lo dominicano podría ser sentido, pero nunca explicado. Para poder perfilar el contenido de la dominicanidad es necesario comenzar por lo que no se debe ocultar: la isla que compartimos, “una y plural”, donde las contradicciones fluyen entre ambos pueblos desde lo físico hasta las creencias religiosas, desde la lengua hasta las arideces de la tierra en la parte occidental, sin obviar al rayano que se hace mezcla de ambas realidades y que no se sabe a cuál de los dos lugares pertenece, porque lo mismo ambula por uno y otro en la supervivencia que acredita su devenir [“Isleño con tres lados de mar y uno de tierra brumosa: la frontera, el rayano es el hombre de las dos patrias que no tiene fuerzas para decidirse por ninguna...la frontera: una herida que sangra”]. Allá, la negritud en su estado incandescente y vibrante. Aquí, la mezcla: el negro, el blanco, el albino, el “indio”, el mulato, el jabao, como si ignoráramos que estaba bien que los escritores que han invadido el tema no lo fijasen en sus dominios, pero en esa mixtura racial hay que incluir, desde hace rato, lo que Rueda llama “las pinceladas” –y que ya son mucho más que eso- del cocolo isleño de origen inglés, del cocolo samanense de origen esclavo norteamericano, del descendiente español de amplia estirpe, del judío sefardita, del sirio-libanés, del palestino, del chino, del japonés, y los que van llegando con diversos matices del dominicano estadounidense o del dominicano europeo. [“Trazar un retrato común que sirva para tipificar físicamente al dominicano resulta imposible debido a las sorpresas que siempre nos deparan unos rasgos en constante movilidad, unas pigmentaciones que producen inusitados maridajes, como son la morenez de la piel unida a los ojos verdes de algunos montañeses”].
Rueda nos introduce en los meandros de una dominicanidad que fue, que es o ha sido, que ha superado muchos de los aspectos que la identificaron treinta o cincuenta años atrás, como el pesimismo que viene rodando desde hace más de un siglo y ya debemos estar contestes en que no identifica nuestra realidad nacional, y el bozo “que a menudo forma un conjunto con la barba” y que “existe como una barrera contra las indiscreciones del sentimiento”, y que signo de otros tiempos parece haber regresado en los últimos años en jóvenes y en no tan jóvenes, aunque ya no tanto como signo de hombría y respeto, sino como moda que, a su vez, en los jóvenes busca sentido de honorabilidad y madurez, y en los maduros encubre y revela las arideces del rostro que envejece.
Rueda habla del merengue, un signo musical de identidad que se pierde aunque no del todo porque se sigue bailando, y que posee una significación histórica en nuestros avatares nacionales, “rudo, primitivo y musicalmente torpe” en sus inicios legendarios, pero luego recibido con soltura y gracia en los salones aristocráticos, después de haber sido creación del pueblo, pasión que se cimbreaba en los “éxtasis del movimiento”. [“La vulgaridad y el desenfreno en el merengue vendrían después, desde esas mismas clases que lo condenaban y comenzaron a usarlo para influir de una manera directa en el pueblo que lo había creado e impuesto”]. Y entonces, la casa. La casa rural, el bohío [“síntesis de lo indígena y lo africano”], que la urbanidad logra a veces observar, sobre todo cuando viaja hacia el Sur, como un paisaje visto desde un auto veloz, que sigue siendo en otras partes del territorio que habitamos expresión de una miseria que arde, que sigue tenazmente encendida a nuestros dominios de calamidad e indiferencia [“Si partimos del bohío, encontramos que en él se dan las formas esenciales capaces de dar cohesión al desenvolvimiento familiar. Cuatro horcones como sostén en las esquinas, el palo central o cumbrera al que se asen las vigas menores o largueros, los setos de tablas de palma combados hacia afuera y el torrencial techo de cana con el revestimiento de yagua en el caballete”]. Rueda describe portentosamente, como nadie más lo ha escrito de ese modo, la casa rural dominicana, formidablemente revestida de sobrevivencia. Bohío no es igual a casa, es preciso decir. La casa tiene otros matices, aunque sea pobre, de tierra, yagua o cinc. Las casas nacían y se bautizaban. Tenían padrinos y su liturgia, con una rezadora como oficiante que regaba agua bendita y encendía velas en las esquinas, mientras los dueños colocaban banderolas de papel y entraban con los padrinos con el santo en andas. Así era antes y es probable que aunque creamos desaparecida esa tradición, todavía esta ceremonia se mantenga por algunas comarcas de nuestra geografía. Desde luego, “la casa señorial de los pueblos” es otra cosa. “Sañuda por fuera y acogedora en su interior” vive de otros estrépitos, es solaz para otras pisadas, para otros embelecos. Antes, tenían subterráneos y eran tan amadas que sus amos pedían ser enterrados en los patios de esas viviendas de copete, donde casi siempre había un piano llegado de París o una mandolina con incrustaciones de nácar, que servían –ambos instrumentos- para tocar y bailar las romanzas de Scanlan, el trovador venezolano que murió a manos de un general furioso por las coqueterías de una esposa que se rendía en las alas del jilguero [“Las melodías de Scanlan vivieron largos años en las voces de nuestros trovadores y de nuestras mujeres”].
Rueda hace correr la rueda de lo dominicano por los trabajos y los días, los cantos del hacha y de la tala, las citas de Bosch, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui, Veloz Maggiolo, Federico Bermúdez, Rodríguez Demorizi y Bernardo Vega, buscando ejemplarizar en sus textos las acometidas de la realidad viva de lo nacional, de lo propio, desde las manos del campesino, la caña que se mece en el aire, la tumba y quema, las bregas del batey y el cañaveral, y en estos últimos del azúcar que se goza y del que se padece, del azúcar que endulza y del que amarga. Y más allá, a lo lejos, el montero que nunca se olvida, “el hombre de tropa del hatero convertido en caudillo”, los santos de palo y el campesino escultor, y entre sus pasos por los senderos de una dominicanidad vibrante, su certera oposición al pesimismo de López o a la holgazanería pregonada por más de uno [“Los que hablan de la haraganería del dominicano vengan aquí a oír esta sinfonía del trabajo que sube impulsada por los cantos de hombres, mujeres y niños, y que perdura en lo alto, donde todos los ecos se confunden”].
Los juegos tradicionales (Mambrú, el Martí Pirulero, la viuda del conde Laurel, el trúcamelo, la Peregrina -la rayuela de Cortázar-, las chichiguas, la baraja española, el tablero, el baile de las cintas, el trompo, el tirapó, el reguilete, el de que fue a Villa y perdió su silla, el de don Juan de la Casa Blanca...), tantas piezas del “ron” de los juegos que, probablemente, se perdieron ya, para siempre. Y así va Rueda sondeando la dominicanidad vencida, resucitada hoy en otros ribetes y estampas, algunos patéticos y truculentos, “ron” de juegos que no los son, los del hoy que Rueda no alcanzó a conocer, porque se sostienen sobre otros instrumentos globales o sobre otras fiestas del decir y del cantar con hendiduras variables. Sus descripciones sobre el carnaval y los juegos de gallos son espléndidas, como su epitafio a la ciudad inconclusa o su examen del dominicano visto a través del folklor literario (el cuentero, las adivinanzas, el refranero, las décimas, los chuines banilejos, el trabalenguas, los ensalmos, resguardos y oraciones). El punto final lo pone una conferencia –ajena a todo el cuerpo de la crónica de la dominicanidad- que pronunciara hace cuarenta años, no se especifica dónde, sobre la “presencia del dictador en la narrativa dominicana”, donde hay elevaciones y condenas, muy al estilo ruedaniano, con un inventario (ya hoy superado en gran parte también) de lo que ha sido este tema en nuestra literatura. Textos todos maravillosamente ensartados con la agujeta perspicaz de un escritor que conocía a cabalidad las amalgamas de nuestra identidad, la misma que va y viene, que salta y se ensarta, que se bambolea entre las diversas realidades que le ha tocado vivir y superar. ¿Acaso no sea éste ir y venir del carajo un signo no reconocido de la identidad dominicana que tanto se pregona? [“Cuando observes en los atardeceres del malecón, las desgarraduras de unos crepúsculos donde las distancias se acercan y humanizan, es posible que descubras en las transiciones de luz y sombra de un trópico mágico y atormentado, las emisiones de esa aurora que habremos de ganar con el esfuerzo de todos”].
0 Comentarios