EN LOS PRIMEROS 40 años tras el ajusticiamiento de Trujillo ─nieto de ibero y biznieto de haitiano─ cuatro hijos de inmigrantes protagonizaron la política. Tres alcanzaron la presidencia: Juan Bosch Gaviño, descendiente de catalanes y gallegos (con escala borinqueña); Joaquín Balaguer, de padre boricua Balaguer Lespier de ancestro catalán, y madre dominicana (Ricardo Heureaux) de ascendencia haitiana, prima de Ulises Heureaux; y Jacobo Majluta Azar, de impronta libanesa por ambos costados. Balaguer gobernó 22 años como el arquetipo de estadista que gravitó hasta el último hálito de su vida al incidir en la reposición de la reelección en la reforma constitucional del 2002.

Bosch, cabeza del experimento de reformas democráticas tras la decapitación de la dictadura, sólo ejerció por siete meses en 1963, depuesto por un golpe de Estado en una convulsionada década que nos deparó la guerra civil y la intervención militar norteamericana del 65. Fundador de dos partidos democráticos y pedagogo político por excelencia, fue catalogado por los conservadores en la contienda del 62, como “el extranjero”, alusión a sus ancestros y a los 25 años de exilio. Majluta ─su ministro de Finanzas de 27 años─ llegó a la vicepresidencia y culminó el ciclo constitucional de Guzmán, gobernando por mes y medio.
El cuarto político hijo de inmigrantes fue Peña Gómez ─—a quien Bosch dedicó su Crisis de la Democracia de América en la República Dominicana—, nunca se instaló en el Palacio, pese a su formidable liderazgo de masas, verba mesiánica y relaciones que le llevaron a la cúpula de la Internacional Socialista y la COPPAL. De ascendencia haitiana y librado del “corte” del 37 cual Moisés amparado por familias criollas, fue frenado en las urnas en 1994. Y otra vez en 1996, por una coalición sin precedentes, el Frente Patriótico que unió al izquierdista PLD con el conservador PRSC. Así como por el sistema de doble vuelta que obligaba a la mayoría absoluta. Bajo el modelo de mayoría relativa, su 46% en 1ra vuelta le habría franqueado el poder.
Un joven político mulato claro poco conocido, discípulo de Bosch, académico talentoso dotado del ángel de la comunicación, fue ─—como estilaba decir Balaguer—─ “el instrumento del destino” que dio un giro al curso de la historia. Leonel Fernández, al ascender al poder en 1996, clausuró el ciclo político dominado por los hijos de inmigrantes. Iniciando una nueva etapa hegemonizada por un miembro retornado de la diáspora, al proceder él, al igual que su madre, de la hornada de emigrantes que se radicaron en New York a partir de los 60. Gobernando por 12 años y encabezando el partido oficial por 18.
Estos hechos son “la obviedad de lo obvioso”, como solía decir Carlos Fredes, mi profesor de Historia de Chile, e indican que la nuestra es una sociedad de inmigrantes, algo de lo cual no cobramos conciencia. Desde hace medio siglo, además, nos hemos convertido en una comunidad de emigrantes que ya supera los dos millones de movilizados, con creciente presencia en EEUU, Puerto Rico, Europa y otros destinos, al grado que más de 800 mil “ausentes” retornan anualmente de vacaciones. Parte de los más de seis millones de turistas que recibimos en 2017. A lo cual se agrega la presencia de más de un millón de haitianos y otros extranjeros residentes. Entre ellos venezolanos, afectados por la crisis de esa nación. Y chinos que ya dominan comercialmente la Duarte con sus importadoras multifacéticas.
Somos una comunidad de mutantes andantes, como tantos grupos humanos que se mueven en el planeta desde un confín a otro. Portando su propio equipaje cultural hecho de lengua, religión, valores familiares, creencias, hábitos y costumbres, sellado bajo una identidad nacional. Al tiempo que nos adaptamos a otros medios, aprendemos nuevas lenguas y destrezas tecnológicas, nos sujetamos a disciplinas sociales normadas por valores diferentes.
Estamos destinados a mutar, a enriquecernos culturalmente, a adoptar reglas funcionales a la sobrevivencia en un mundo voraz cada vez más globalizado. Y a veces, a asimilarnos a culturas más fuertes y hegemónicas. Por eso las migraciones modernas condensan con su saga el drama de millones de mutantes andantes. Y nosotros, quizás sin saberlo, estamos en el vórtice de la tormenta demográfica.
J.F. Kennedy, al referirse a la sociedad norteamericana, la llamó una nación de inmigrantes. El poeta nacional, Pedro Mir Valentín, era hijo de mecánico azucarero cubano y jíbara boricua nacido en las entrañas fabriles de un ingenio americano. Como mis primos Haza del Castillo, cuyo padre cubano era administrador en el Este. A finales del siglo XIX e inicios del XX, cubanos, puertorriqueños, norteamericanos, ingleses, franceses, italianos, alemanes, fundaron ingenios azucareros y emplazaron las redes del ferrocarril, atrayendo a trabajadores de las Antillas Menores, puertorriqueños y de Haití, así como a comerciantes árabes. Dinamizando varios centros urbanos portuarios, que conocí desde chico acompañando al tío Toño Pichardo Sardá a la inspección sanitaria de los barcos que venían a cargar azúcar.
Me crié escuchando nombres como Chico Conton, Walter James, Garabato Sackie, Rico Carty, peloteros hijos de inmigrantes de las islas que antecedieron a los Sammy, Duncan, Griffin, Offerman, Rodney, que hoy nos llenan de orgullo por sus hazañas en Grandes Ligas. Al igual la exquisita soprano Violeta Stephen y la polifacética familia Lockward procedente de Islas Turcas, que nos prodigó a Juan, el Mago de la Media Voz. Iglesias protestantes, logias de odd felows, sociedades mutualistas, gremios, bandas musicales.
Poetas como Norberto James, pintores como Nadal Walcot y reverendos como Telésforo Isaac. Los bailes de los Guloyas, el crujiente yaniqueque, los domplines y el guavaberry. Las enseñanzas de inglés de Mr. Hodge, quien tocaba el órgano en la Catedral en la misa dominical de La Salle. Todos ellos conjugan contribuciones “cocolas” a nuestra cultura, aún vivas en ciudades como San Pedro de Macorís, donde “los ingleses” poblaron el barrio Miramar, aparte de los bateyes azucareros circunvecinos.
El aporte de inmigrantes lo encontramos por igual en La Romana con el central que lleva su nombre, fomentado por norteamericanos con poblamiento boricua. De ahí la Casa de Puerto Rico. El antiguo sugar town hoy es el epicentro de un formidable desarrollo turístico, zona franca industrial, sin abandonar el azúcar.
Cuando mozo era asiduo de las librerías fundadas por españoles, como Amengual y el Instituto del Libro de los catalanes Escofet Hermanos. Así como de la Dominicana, dirigida por don Julio Postigo, editor de la colección Pensamiento Dominicano, con más de 50 volúmenes, una de las cabezas de la Iglesia Evangélica. La casa de mis abuelos paternos en San Carlos ─comunidad de origen canario, como Baní y otros pueblos─, fue la del educador puertorriqueño Eugenio Ma. de Hostos hasta su partida a Chile en 1888. Mi madre se educó con las ítalo-descendientes Pellerano, y tuvo como preceptor a Federico Henríquez y Carvajal, don Fed, el Maestro, colaborador de Hostos.
Los Henríquez, con Noel ─quien trajo de Curazao su arca prodigiosa a mediados del siglo XIX─, nos aportaron a los hijos de Israel en versión sefardita: Federico, Francisco, Enrique, Enrique Apolinar, Pedro, Max, Camila, Francisco (Chito) y Federico (el Gratereaux), de trascendente significación en la cultura dominicana y las letras hispanoamericanas. Otros sefarditas, como los Marchena, nos dieron comerciantes y políticos, y a un exquisito músico y diplomático como don Enrique. Haim López- Penha Marchena dio brillo a la masonería, legando una historia de la institución que dirigió. Carlos Curiel, agudo periodista, doctor en derecho y catedrático universitario, procedía de esa etnia.
Mi madre ─a quien los marines creían durante la Ocupación una ‘turquita”─ convivió en su infancia en El Conde con las familias árabes ─Terc, Brinz, Azar─ que en la década del diez del siglo XX se asentaron en los contornos del Baluarte. Yo, desde niño, iba a las fiestas del Club Sirio Libanés Palestino, del cual soy socio. Y recogía en la guagua de La Salle en la Avenida Mella a los Selman, Scheker, Yeara, Dauhajre, Jana, Decaran, Lycha, Mauad, Alma, Nader, Záiter. Hijos de inmigrantes fuertes en el comercio, que derivaron hacia las profesiones, descollando como médicos, ingenieros, arquitectos, economistas. O en la milicia, Wessin. La academia, Kasse Acta, Cury, Tolentino Dipp, Rosario Resek. Hazim Azar, Abinader, Hazoury, Scheker. Y la política, Isa Conde, Abinader, Raful, entre otros.
Acompañaba a mi progenitora a realizar la compra en la Casa Pérez, el Colmado Nacional o en la Casa Velázquez. A buscar pan y galletas en la Panadería Quico o provisiones en los almacenes de Adelino Sánchez y Bello Cámpora. Íbamos al Bar América a degustar helados y tostadas. A las tiendas de tejidos Cerame, La Opera, González Ramos, El Palacio. Todos negocios de españoles, como el almacén de Manuel Corripio, donde comprábamos material de construcción o la Ferretería Morey y la Cuesta. En El 1y5 de Paliza se saboreaba buen café expreso o en La Cafetera de don Benito Paliza, ambos sinónimo de excelencia. Como Munné y Cortés en chocolate. Y ahora, Rizek.
Es hora de inventariar, al inmigrante que llevamos dentro.
jmdelcastillopichardo@hotmail.com

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