CONVERSANDO CON EL TIEMPO|22 jun|POR José del Castillo


Lo conocí una tarde plomiza del 63, casi al filo de la noche, en casa de su hermana Eridania en Ciudad Nueva. Un amigo del barrio, Guillermo Rivera, me convidó a recibir al poeta, quien lo habría apadrinado antes de marchar en 1947 hacia el exilio en La Habana, donde se sumó a las fuerzas expedicionarias que entrenaban en Cayo Confites para derrocar a Trujillo. Como me dijera enternecido una mañana de domingo en Los Imperiales: "A tu padre lo conocí muy bien. Te veo y es como si lo estuviera viendo a él. Conspiramos mucho contra Trujillo, junto a Tulito Arvelo, Eduardo Read Barreras y Chito Henríquez. Era muy inteligente y apuesto, dotado de gracia especial". Corrían los años 40 y el mundo, tras el triunfo aliado, vivía una ola democratizadora. Aquí se fundó el Partido Democrático Revolucionario Dominicano el 27 de febrero de 1944 en las oficinas de mi padre Francisco del Castillo, al lado de la Catedral. Surgieron Juventud Democrática, el Partido Socialista Popular y los sindicatos, clausurados al iniciar la Guerra Fría en 1947.
Pero volvamos al primer contacto, en la primavera libertaria durante el experimento de reformas democráticas impulsadas por Juan Bosch. Pedro, alborozado como un niño, volvía a la patria que había enaltecido en sus versos poblados de entrañables cordilleras cardinales, solar vegetal de una inmensa bahía en la que hoy juegan retozonas las ballenas jorobadas. Regresaba con su mochila repleta de esperanza a la tierra amada y ubérrima, que a su decir poético se derrama y cruje como una vena rota. A esa que se levanta con el cantío de los gallos, despunta al pie de la colina y se pierde detrás del horizonte, vibrante bajo el galope de los caballos. Al fluvial país de los campesinos sin tierra, colocado en el mismo trayecto del sol, enclavado en un inverosímil archipiélago de azúcar y de alcohol. Lar de su patria chica, Macorís del Mar, cuna salobre y proletaria de la canción del ingenio.
Pequeño de estatura, más bien enjuto, de bigotes seductores y ojillos inteligentes coronados por unas arcadas cejas, Pedro hablaba con las manos, con su cuerpo grácil empinado, articulando cada frase a una fluida expresividad gestual. Se sabía centro de atención curiosa de los muchachos que le recibíamos como la máxima expresión de la poesía combativa de vanguardia. Su poemario Hay un país en el mundo, publicado en Cuba en 1949 con aliento de Juan Bosch, había sido editado por el periódico estudiantil Fragua, dirigido por José Israel Cuello, convirtiéndose en el manifiesto libertario de los jóvenes que entonces soñábamos sueños de redención.
En veladas auspiciadas por el grupo Arte y Liberación (Silvano Lora, Miguel Alfonseca, Iván Tovar, Ramírez Conde, Grace Coiscou, Jeannette Miller, Héctor Dotel, Juan José Ayuso) en el patio del Palacio Consistorial de la Ciudad Colonial, en las voces frescas de Miguel, Jeannette y Héctor. O en las presentaciones del grupo de Poesía Coreada de Maricusa Ornes, se hinchaban de sonoridad cantora los acoplados versos de ese poemario raigal. Retumbaba con fuerza de denuncia el estribillo "los campesinos no tienen tierra", en las esquinas congestionadas de pueblo en los albores de la ilusión postrujillista. Junto al responsorial "son del ingenio", que remataba cada renglón del inventario de bienes y agravios cargados a la cuenta del enclave azucarero. En el hogar, mi hermana Flérida -estudiante de arte dramático- ejercitaba su memoria con este texto, estimulándome a seguirle los pasos en recitación a dos voces.
Luego vendría la edición dominicana del Contracanto a Walt Whitman, expresión de fervor al aliento telúrico, pionero y progresista del poeta de Hojas de hierba. Y reivindicación del yo colectivo, del canto a nosotros mismos, desde la perspectiva del tercer mundo y la utopía socialista. Publicado originalmente en Guatemala por un grupo de artistas e intelectuales en 1952, es en cierto modo una réplica a la interpretación dada al Canto a mí mismo por el poeta León Felipe -republicano exiliado en México, quien tradujo y prologó la obra de Whitman para editorial Losada. "El Contracanto a Walt Whitman es un contracanto a León Felipe", confiesa Mir en una entrevista. "Yo,/ un hijo del Caribe,/ precisamente antillano./ Producto primitivo de una ingenua/ criatura borinqueña/ y un obrero cubano,/ nacido justamente, y pobremente,/ en suelo quisqueyano./ Recorrido de voces,/ lleno de pupilas/ que a través de las islas se dilatan,/ vengo a hablarle a Walt Whitman/ un cosmos,/ un hijo de Manhattan."
En plena guerra del 65 encontré a Pedro Mir en Oh, qué bueno, helados, café, en la avenida San Martín, frente a La Voz Dominicana, sentado en la barra tomándose un expreso. Apenas pude reconocerlo. Estaba transformado. El bigote había desaparecido, usaba una gorra y la apariencia era la de un billetero. El disfraz era perfecto para un dirigente clandestino del Comité Central del Partido Socialista Popular, cuyo nombre figuraba en la lista del medio centenar de "comunistas" más buscados por las fuerzas de ocupación norteamericanas. Al verse identificado me dijo muy quedo y socarrón: "soy yo".
Pedro había tenido una recaída de una enfermedad que le perseguiría neciamente hasta la muerte y su partido le había autorizado un descanso. Aún así, el poeta sacó espacio para testimoniar su compromiso con la causa constitucionalista, como lo hicieran tantos artistas y escritores que plasmaron su mensaje sobre la Guerra de Abril en murales, lienzos y octavillas. Su poema Ni un paso atrás armó el espíritu de los combatientes.
Yo marché a Chile en marzo de 1966 y conmigo se fue Pedro Mir en mis maletas. Como un verdadero catecismo, leí a novias y a amigos queridos, cada verso de Hay un país en el mundo hasta el cansancio. Recostado en el césped en el Parque Forestal, sentado en la Plaza de Armas, en los nevados picachos cordilleranos de los Andes, frente a la brizna yodada del Pacífico oceánico, en un espacio verdaderamente nerudiano, golpeaba mi nostalgia la voz maravillosa de estos cánticos y no podía resistirme a su llamado.
Recibí en Chile la primorosa edición príncipe Amén de Mariposas en 1969 y disfruté este homenaje al martirologio supremo de las hermanas Mirabal en una plácida lectura de domingo. Un tratamiento distinto y delicado, apropiado al motivo y la intención del poeta, surge de este texto complejo y reflexivo, algo distante del fuego militante de su anterior producción. "Cuando supe que habían caído las tres hermanas Mirabal me dije:/la sociedad establecida ha muerto". Una sentencia terminante ante tanto horror. Ya que "habían caído/asesinadas/oh asesinadas/a pesar de sus telares en sonrisa/a pesar de sus abriles en riachuelo/a pesar de sus neblinas en reposo".
A mi retorno del Cono Sur en 1971, nos volvimos a encontrar en la peña de intelectuales que nucleaba en su apartamento del Edificio Buenaventura Hugo Tolentino Dipp, mi antiguo profesor de Introducción a la Historia. Cuando estuve al frente de la Dirección de Investigaciones Científicas de la UASD lo tuve como profesor investigador contratado, de cuyo fino talento y laboriosidad de hormiga surgieron Apertura a la Estética y La Noción de Período en la Historia Dominicana. Ya un ensayo histórico suyo, El Gran Incendio, había demostrado su perceptiva originalidad en la interpretación teórica de nuestro pasado.
De esos años universitarios surgió una buena amistad. En el Centro Cultural de los Brea Franco organizamos varias conferencias del poeta, incluyendo una cuya presentación estuvo a cargo de Juan Bosch, dedicada a rendir homenaje a Pablo Neruda, fallecido poco tiempo después del golpe de Estado a Allende en 1973. Días antes de este evento, en un gesto de confianza que me impresionó, Pedro se presentó en la oficina y me confesó que a pesar de su enorme importancia, no se hallaba tan familiarizado con la obra de Neruda, solicitándome le prestara mi colección del chileno y le actualizara algunos datos. Accedí de buen gusto y le hice entrega en sendas cajas de todos los libros y artículos de y sobre Neruda. Pedro hizo promesa cumplida de devolución.
Su entusiasmo fue tal con el encargo político cultural que escribió posteriormente su manifiesto poético Huracán Neruda, presentado en México en el Ateneo Español, en 1975. De esta forma, el Poeta Nacional devolvía el gesto que presencié en el Teatro Baquedano de Santiago de Chile, un domingo de abril de 1966, cuando Neruda leyó su solidario Versainograma a Santo Domingo, todavía el país ocupado por las tropas de la FIP.
Otras peñas de amigos nos unieron en la ahora desaparecida heladería Los Imperiales, en el Hostal Nicolás de Ovando bajo la anfitrionía generosa de Verónica Sención, en el Taller de Silvano Lora, en cenas amables con Frank Moya Pons en el restaurante Vesuvio. Ya junto a grupos de jóvenes empresarios y profesionales a cuyas tertulias le invité, como el Grupo de los Jueves que coordina Frank Rainieri. Cuando lo vi en pantalla grande gracias a la magia del vídeo y al talento de Alicia Ortega, en el homenaje que le rindiera la Feria del Libro en 1999, robándole moléculas al aire, una tremenda conmoción embargó mi espíritu. Vinieron a mi mente estas palabras: "Llámame, ven a verme, que siempre aparecerá un buen vino chileno. No sabes cuánto disfruto tu compañía. No me botes."
El hacedor de mundos que fue Pedro, con un toque de humor negro, confesó en su lecho de enfermo terminal: "parece que no hay aire suficiente para que un poeta pueda respirar en este mundo". Y así aconteció el 11 de julio del 2000, cuando nuestro poeta dejó de respirar. Había nacido en el ingenio Cristóbal Colón un 3 de junio de 1913, hace ya 100 primaveras, "el poeta social esperado", como en clave de interrogación le presentara en 1937 un profético Juan Bosch, en las páginas literarias del Listín Diario. Y fue así, como sólo sucede con contados seres, que Pedro Mir nació para no morir.
Por eso en junio celebramos el centenario de una vida fecunda, colocada en el mismo trayecto del sol.

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