A la generación que vio la vida a mitad del siglo pasado —a la que pertenezco— le ha tocado ser testigo y beneficiarse de cambios tan radicales como los que sufrió el mundo con la revolución industrial y el advenimiento de los motores mecánicos para la producción de bienes y la navegación. En primera instancia se pensaría en la transformación de las comunicaciones por vía de la internet y su impulso al comercio y los servicios, mención obligada el ensanchamiento de las libertades y posibilidades de expresión política y personal que han acarreado las redes sociales, los móviles inteligentes y la popularización de los ordenadores, sobre todo las tabletas.


La inteligencia artificial dejó de ser un concepto abstruso y encontramos sus derivaciones positivas en múltiples aspectos de la cotidianidad. Quizás por la rapidez de los cambios y porque a lo sustantivo toca precedencia, pasamos por alto pequeños detalles, innovaciones aparentemente baladíes y que, sin embargo, han sido piedra de toque en un mejoramiento notable de la calidad de vida. Vivimos mucho más cómodamente que hace 20 años y, afortunadamente, la barrera de clases ha sido insuficiente para impedir que millones se beneficien del ingenio de quienes con su creatividad nos han aligerado la existencia.


Es el caso de los artilugios de que nos servimos en la privacidad del hogar, y que como novedades o modelos más avanzados forman ya parte de la familia. El televisor actual, por ejemplo, dista años luz de esos ejemplares en blanco y negro con que accedimos a la magia del entretenimiento audiovisual a domicilio. Además de la plenitud de colores que ofrecen todas las marcas, incluso aquellas a precio asequible capaces ya de captar canales de alta definición, está el hecho cierto de que desde la poltrona en que nos arrellanamos o desde la cama, podemos cambiar de canal, enmudecer el aparato e incluso programarlo para que se apague por sí solo gracias a un pequeño aditamento, ya estandarizado, que es el mando a distancia o control remoto. Podemos librarnos de las tandas indeseadas de anuncios o enviar al pasado la cháchara de ese comentarista tan insulso como pretencioso y hasta adscribirnos al grupo de quienes pregonan con desdén “yo no veo televisión criolla”.


El abaratamiento de los precios ha dado al traste con las consabidas discusiones alrededor de quién escogía el programa a ver. En muchos hogares de la clase media dominicana con familia hay ya más de un televisor. Otra ventaja del mando a distancia: ha recortado la osadía del machismo. Pasaron a la historia las órdenes secas, repetidas con necedad manifiesta, de “mira, tú, párate y cambia el canal”.



La televisión por cable llegó al país en la infancia de la década de los años ochenta. Desde entonces, la oferta doméstica y foránea es alucinante. Los canales por pago han acercado el cine de estreno al hogar y acelerado el acceso a títulos antes solo disponibles y por poco tiempo en las salas cinematográficas. Igualmente, nos han puesto al día con los deportes mundiales más populares y los grandes espectáculos, como las olimpíadas y torneos de renombre. Los televisores inteligentes traen ya integradas aplicaciones en número creciente, como Netflix, por ejemplo. Un aditamento, el fire stick de Amazon o Apple TV, añaden más opciones, algunas completamente gratis y de calidad. Puedo apreciar en directo los conciertos de la Filarmónica de Berlín, las óperas del Met u optar por un canal dedicado exclusivamente al jazz, al flamenco o a los toros. Sin tomar el avión, sin gastar una fortuna.


Primero fueron los discos de vinilo, luego los cartuchos de ocho pistas, las casetes y posteriormente los devedés, tanto de audio como de vídeo. Ahora tenemos a Spotify y a YouTube. No me acuerdo la última vez que compré un devedé. Me remito a Spotify, Apple o Amazon Music y tengo para el resto de mis años (que espero sean muchos). Con poco esfuerzo y sin exprimir el bolsillo, sintonizo con la producción de mis artistas y géneros favoritos. Allí Armando Manzanero no morirá, tampoco Lope Balaguer o Rafael Colón. Nada impide que pueda celebrar los 250 años del nacimiento de Beethoven o convidado a Privé con nuestro Juan Luis Guerra. Los tengo a todos a mano en el móvil, en la tableta, en la tele. Estas tecnologías han democratizado la cultura y abierto un mundo de solaz.


Objetos tan sencillos como la plancha eléctrica han sufrido variaciones substanciales que los han hecho más eficientes a cambio de menor esfuerzo. Una batería completa de electrodomésticos es ya tan esencial en la cocina como el arroz o el plátano. Las batidoras o procesadoras de alimentos dejaron de tener una sola velocidad o costar una fortuna. Las tostadoras, y su versión para emparedados aplastados y escondite de embutidos, escaparon de las cafeterías y restaurantes para aposentarse en los hogares dominicanos más humildes. Recuerdo el refrigerador de mi casa, cuando era muy pero muy niño. Funcionaba a base de keroseno y con más frecuencia de la deseada había que apagarlo para desembarazar de escarcha el congelador. Hoy en día las neveras son no frost, se cierran y abren silenciosamente gracias a bandas magnéticas y las hay para todos los gustos y bolsillos. Con el cambio desaparecieron los colores agresivos y predominan el blanco y negro más el aluminio neutral.


Otra verdadera revolución se ha gestado en la industria automovilística. Prestaciones antes reservadas a carros de alta gama vienen ahora de serie en los utilitarios. Innecesario devolverse grandes distancias temporales para encontrar que la radio, el aire acondicionado y los elevalunas y asientos eléctricos como opciones carísimas. Me sorprendería si al país se importan coches sin climatización o limpiavidrios con varias velocidades e intermitencia. Poco a poco, los automóviles de precios posibles introducen variantes tecnológicas que los hacen más seguros y confiables. No hay que engrasarlos ni apretarlos, las carrocerías no se pudren. Todos traen cinturones de seguridad y bolsas inflables.


En automóviles, la profundidad del bolsillo importa. Posible encender el vehículo a distancia y climatizar el habitáculo antes de que nos sentemos al volante y disfrutemos de sonido de verdadera alta fidelidad en un entorno silencioso. En ese apartado exclusivo se inscriben el aparcamiento autónomo, aviso de cambio de carri l y proximidad al vehículo delantero, alarma para el rebasado, comando de voz y un sinnúmero de adelantos en el motor. La primera revisión mecánica de algunos coches se pauta en fábrica a los 100.000 kilómetros recorridos. Todavía me seducen la pantalla de visualización frontal y las indicaciones precisas del navegador. O la prescripción de una parada de descanso tras centenares de kilómetros en las autopistas europeas.


¿A quién se le ocurrió inventar la bombilla de exterior de encendido y apagado obediente a la luz solar? ¿El vídeo portero infaltable en los edificios de apartamento? ¿La cubeta plástica que elimina la sucia tarea de exprimir la fregona con las manos? ¿Y el robot de limpieza inteligente que va y viene por el piso en un incansable despolve?¿Y la maleta con cuatro ruedas que conserva las fuerzas del viajero en esos desplazamientos interminables por aeropuertos y que, además, son livianas y tan generosas de espacio que aceptan todas las vanidades y chucherías?¿Quién lava pañales o despoja a la yuca de su almidón para que las chacabanas sean prendas enhiestas? ¿Lavar a mano?


Hemos ingresado en una modernidad que ha transformado la rutina. Sin percatarnos —ni falta que hace—, en el consumo y la calidad de vida, los avances democráticos y el crecimiento económico nos han devuelto otro día a día. Ya quisiera yo que también otro país, más amable y tolerante.

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