3 Junio 2006, 12:39 AM Sobrevivencia del efecto Balaguer
R. A. FONT BERNARD
Al extrañar del país al doctor Joaquín Balaguer, el 20 de marzo de 1962, los integrantes del Consejo de Estado estimaron que adoptaban una medida profiláctica, para erradicar el trujillismo. Obviamente, ignoraban la madeja de intereses creada durante los 31 años del absolutismo político, personificado por el hombre que había caído abatido a balazos, el 30 de mayo del año anterior.
Para las nuevas autoridades, algunas de ellas trujillistas arrepentidas, y otras autocalificadas como herederas del poder, la destrucción del aparato político sustentador de la dictadura, les abría la esperanza, como aspirantes a la sucesión.
Estimaron, equivocadamente, que eliminando políticamente a quien calificaban como una prolongación del "Trujillismo sin Trujillo", liquidaban de manera definitiva el régimen instaurado por el gobernante que había protagonizado más de un tercio de la historia del siglo XX dominicano.
Desde su ostracismo en la ciudad de Nueva York, el doctor Balaguer diría luego que la "destrujillización" del país tenía que significar un cambio de actitud, un viraje radical en la filosofía y en la moral de los futuros gobiernos. "Lo que el país necesita para destrujillizarse -subrayó el exiliado ex Presidente de la República-, "no es que se cambien los empleados, ni que se prohibía pronunciar el nombre de Trujillo, sino que se cambie la ética de los servidores de la administración pública. Lo que se requiere, en una palabra, no es un cambio de hombres, sino un cambio en los hombres".
En lo que estimaron que era su misión capital, esto es, "destrujillizar" el país, los integrantes del Consejo de Estado, se centraron en lo secundario, ignorando lo principal. No tomaron en consideración que el "trujillismo" fué el producto de ciertas condiciones sociales y económicas, que determinaron, de una manera inevitable, la toma del poder, por un hombre de puño cerrado, a quien le fuese dable desconocer todos los derechos, y violar los intereses de todas las clases sociales, para imponer la paz.
Los consejeros del Estado pudieron ampliar sus medidas retaliadoras contra otros connotados colaboradores de Trujillo, y si centraron en el doctor Balaguer todos los odios acumulados en el período de la dictadura, fue porque entre ellos, unos devinieron en trujillistas arrepentidos, y otros carecían del peso político específico. Por otra parte, el doctor Balaguer era el único de los colaboradores de la dictadura que no tenía cuentas pendientes que saldar.
Las torpezas políticas del Consejo de Estado, corregidas y aumentadas por sus sucesores, pavimentaron la ancha vía por la que, tres años después de su extrañamiento, el doctor Balaguer regresó al país, para ocupar por la decisión del pueblo la primera magistratura del Estado.
Retornó enriquecido con una vigencia política, que le autorizó para que en dos certámenes electorales sucesivos se constituyese en el tutor de la nueva experiencia democrática nacional.
El arbitrario exilio político del 1962, fue la génesis del "efecto" Balaguer. Una especie de figura mítica, que con el transcurso del tiempo, adquirió, sin pariguales, la mayor dosis de credibilidad pública. Este efecto estuvo sustentado por la voluntad de la nación, que no siempre necesita de las urnas, para servir con la máxima eficacia los intereses y las aspiraciones del pueblo.
La historia universal registra otros retornos victoriosos, similares al del doctor Balaguer, en 1965. En la Francia del siglo XVIII, el príncipe de Benavento, Carlos Maurice Talleyrand, desempeñó las más elevadas funciones del Estado, tanto en los gobiernos revolucionarios, como en la etapa napoleónica, y en el reinado de Luis XVIII. Y en la misma Francia, el legendario político Raymond Poincaré ejerció la primera magistratura del Estado, entre los años 1913 y 1918, luego entre 1922 y 1924, y finalmente, en el período 1926-1929.
En nuestra América, el primer presidente de Venezuela, el general José Antonio Páez, gobernó desde el año 1831 hasta el 1841, y veinte años más tarde, en 1861, volvió a ser electo. En Chile, el general Carlos Ibañez fue elegido democráticamente, luego de haber ejercido la dictadura, y tras ser derrocado por un movimiento popular. En la Argentina, el general Juan D. Perón regresó al poder el año 1973, con un ochenta por ciento de los sufragios, luego de agotar un exilio trashumante de dieciocho años. Se cita, finalmente, el caso del ecuatoriano José María Velazco, elegido en cinco oportunidades presidente de la República, y en cinco ocasiones desalojado del poder, por sucesivos golpes militares.
En nuestro país, el efecto Balaguer pervive aún, tres años después del fallecimiento del máximo líder reformista. Una pervivencia personificada en el Presidente de la República, doctor Leonel Fernández, cuando recientemente, en la ciudad de Barahona, exhortó a la multitud, con un ¡A paso de vencedores!-, que fue la consigna del doctor Balaguer, en las contiendas electorales de los llamados doce años.
Una coincidencia que me inclina a creer que el presidente Fernández aún no se ha comido el tiburón. Pero que lo tiene firmemente enlazado, con un propósito que yo, aprendiz de profeta, presupongo.
Al extrañar del país al doctor Joaquín Balaguer, el 20 de marzo de 1962, los integrantes del Consejo de Estado estimaron que adoptaban una medida profiláctica, para erradicar el trujillismo. Obviamente, ignoraban la madeja de intereses creada durante los 31 años del absolutismo político, personificado por el hombre que había caído abatido a balazos, el 30 de mayo del año anterior.
Para las nuevas autoridades, algunas de ellas trujillistas arrepentidas, y otras autocalificadas como herederas del poder, la destrucción del aparato político sustentador de la dictadura, les abría la esperanza, como aspirantes a la sucesión.
Estimaron, equivocadamente, que eliminando políticamente a quien calificaban como una prolongación del "Trujillismo sin Trujillo", liquidaban de manera definitiva el régimen instaurado por el gobernante que había protagonizado más de un tercio de la historia del siglo XX dominicano.
Desde su ostracismo en la ciudad de Nueva York, el doctor Balaguer diría luego que la "destrujillización" del país tenía que significar un cambio de actitud, un viraje radical en la filosofía y en la moral de los futuros gobiernos. "Lo que el país necesita para destrujillizarse -subrayó el exiliado ex Presidente de la República-, "no es que se cambien los empleados, ni que se prohibía pronunciar el nombre de Trujillo, sino que se cambie la ética de los servidores de la administración pública. Lo que se requiere, en una palabra, no es un cambio de hombres, sino un cambio en los hombres".
En lo que estimaron que era su misión capital, esto es, "destrujillizar" el país, los integrantes del Consejo de Estado, se centraron en lo secundario, ignorando lo principal. No tomaron en consideración que el "trujillismo" fué el producto de ciertas condiciones sociales y económicas, que determinaron, de una manera inevitable, la toma del poder, por un hombre de puño cerrado, a quien le fuese dable desconocer todos los derechos, y violar los intereses de todas las clases sociales, para imponer la paz.
Los consejeros del Estado pudieron ampliar sus medidas retaliadoras contra otros connotados colaboradores de Trujillo, y si centraron en el doctor Balaguer todos los odios acumulados en el período de la dictadura, fue porque entre ellos, unos devinieron en trujillistas arrepentidos, y otros carecían del peso político específico. Por otra parte, el doctor Balaguer era el único de los colaboradores de la dictadura que no tenía cuentas pendientes que saldar.
Las torpezas políticas del Consejo de Estado, corregidas y aumentadas por sus sucesores, pavimentaron la ancha vía por la que, tres años después de su extrañamiento, el doctor Balaguer regresó al país, para ocupar por la decisión del pueblo la primera magistratura del Estado.
Retornó enriquecido con una vigencia política, que le autorizó para que en dos certámenes electorales sucesivos se constituyese en el tutor de la nueva experiencia democrática nacional.
El arbitrario exilio político del 1962, fue la génesis del "efecto" Balaguer. Una especie de figura mítica, que con el transcurso del tiempo, adquirió, sin pariguales, la mayor dosis de credibilidad pública. Este efecto estuvo sustentado por la voluntad de la nación, que no siempre necesita de las urnas, para servir con la máxima eficacia los intereses y las aspiraciones del pueblo.
La historia universal registra otros retornos victoriosos, similares al del doctor Balaguer, en 1965. En la Francia del siglo XVIII, el príncipe de Benavento, Carlos Maurice Talleyrand, desempeñó las más elevadas funciones del Estado, tanto en los gobiernos revolucionarios, como en la etapa napoleónica, y en el reinado de Luis XVIII. Y en la misma Francia, el legendario político Raymond Poincaré ejerció la primera magistratura del Estado, entre los años 1913 y 1918, luego entre 1922 y 1924, y finalmente, en el período 1926-1929.
En nuestra América, el primer presidente de Venezuela, el general José Antonio Páez, gobernó desde el año 1831 hasta el 1841, y veinte años más tarde, en 1861, volvió a ser electo. En Chile, el general Carlos Ibañez fue elegido democráticamente, luego de haber ejercido la dictadura, y tras ser derrocado por un movimiento popular. En la Argentina, el general Juan D. Perón regresó al poder el año 1973, con un ochenta por ciento de los sufragios, luego de agotar un exilio trashumante de dieciocho años. Se cita, finalmente, el caso del ecuatoriano José María Velazco, elegido en cinco oportunidades presidente de la República, y en cinco ocasiones desalojado del poder, por sucesivos golpes militares.
En nuestro país, el efecto Balaguer pervive aún, tres años después del fallecimiento del máximo líder reformista. Una pervivencia personificada en el Presidente de la República, doctor Leonel Fernández, cuando recientemente, en la ciudad de Barahona, exhortó a la multitud, con un ¡A paso de vencedores!-, que fue la consigna del doctor Balaguer, en las contiendas electorales de los llamados doce años.
Una coincidencia que me inclina a creer que el presidente Fernández aún no se ha comido el tiburón. Pero que lo tiene firmemente enlazado, con un propósito que yo, aprendiz de profeta, presupongo.
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