Martí y el vínculo dominicano
En la calle Las Mercedes se puede ver un viejo caserón con una placa de caracteres poco legibles en el portal, donde se recuerda que allí, en lo que fue un hotel probablemente en el último tramo del siglo diecinueve, se hospedó, en su paso por Santo Domingo, José Martí. El apóstol cubano realizó tres viajes a Santo Domingo, no sabemos pues si siempre se alojó en esa estancia o fue tan solo una vez.
Este detalle, que con toda seguridad pasa desapercibido para la mayoría de los residentes en la Ciudad Primada, y me temo que para los que cruzan a diario frente a esa casona, me conduce siempre a resaltar la importancia que dio siempre Martí a la República Dominicana en sus planes independentistas, su vínculo no solo con un grupo de la intelectualidad criolla sino también con temas y vivencias de la vida dominicana, y el interés que puso en conocer la geografía del país recorriendo a caballo muchas de las comarcas de entonces. El apóstol no solo buscó aquí al guerrero que necesitaba para impulsar la guerra cubana contra el dominio español, sino que se internó en nuestra realidad, forjó amistades, levantó la tolvanera cabalgando por los rústicos caminos de la época y creó en fin, una ligadura casi sublime con la dominicanidad.
Cuando releo uno de mis libros favoritos, el
Diario
de Martí, compruebo cada vez esa importancia que el adalid cubano otorgó a la tierra donde se inició el proceso de la independencia de su patria mucho antes de que se firmase el Manifiesto de Montecristi en 1895, pues todo el trajinar martiano por el país dominicano –que llevaba ya una cincuentena de años siendo teóricamente independiente- estaba consustanciado con el ideal de liberación de Cuba. “Para Martí –dice Guillermo Cabrera Infante- Cuba debió ser una isla flotante, porque el
Diario
comienza en Montecristi, en Santo Domingo y es en tierra dominicana que Martí produce una de las frases más bellas de la literatura española de los dos últimos siglos”. Se refiere Cabrera Infante a una frase del lenguaje coloquial cubano, “Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”, que Martí escribe cuando inicia su tránsito de nuestro país a Cuba para trazar su definitivo destino. “Una muestra del arte del escritor formado en tierra extraña y que va de vuelta a su país con el afán exotista de los románticos hecho realidad inmediata. La súbita presencia antillana, tan próxima a Cuba y un nombre de mujer casi mítico, memorable, lo hacen anotar veloz y voluptuoso” la frase en cuestión, en el decir del autor de “Tres tristes tigres”.
El lazo histórico cubano-dominicano lo teje Martí, aunque ya existiesen manifestaciones contundentes de esa vinculación siempre fértil. No olvidemos la ascendencia dominicana del poeta nacional cubano José María Heredia, cuya historia ha sido brillantemente contada por Leonardo Padura en su narración “La novela de mi vida”. Martí mismo
advierte que de Heredia parte el lazo que une a Cuba con República Dominicana. Hacia 1878, Martí escribe, aún fuese de pasada, sobre poetas dominicanos en un artículo titulado “Poesía dramática antillana”. Su amigo, José Joaquín Pérez lo estimula a escribir un artículo sobre “Maestros ambulantes”. Hace objeto de su atención la vida de Francisco Gregorio Billini en una memorable semblanza de esta gran personalidad dominicana. Le escribe a Galván sobre su novela “Enriquillo”. Emite su opinión en el diario “La Nación” de Buenos Aires sobre la política dominicana en 1885. Insiste en sus escritos en diversos diarios y revistas sobre la vida política y literaria de Santo Domingo. Su Diario se inicia haciendo mención de su visita a Santiago de los Caballeros (donde hace rato debieron haber colocado una placa que destaque su presencia en una fiesta en la edificación que alojó al Centro de Recreo, que ahora me entero que intentan reanimar). “Las seis y media de la mañana serían cuando salimos de Montecristi el General (se refiere a Máximo Gómez), Collazo y yo, a caballo para Santiago: Santiago de los Caballeros, la ciudad vieja de 1507”. Con esta nota da comienzo su famoso
Diario
. Más adelante escribe: “La frase aquí es añeja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como filosofía natural”. El habla cibaeña, que todavía hoy tiene un acento peculiar en Santiago, impacta sus sentidos. Y al relatar sus impresiones sobre esa “filosofía natural” del cibaeño santiaguense, ha de anotar: “Una frase explica la arrogancia innecesaria y cruda del país” (Martí reseña cómo se ofendía entonces el hombre del Cibao si amigos y parientes le daban regalos). “Dar, es de hombre; y recibir, no. Se niegan, por fiereza, al placer de agradecer”. Y entonces remacha: “Pero en el resto de la frase está la sabiduría del campesino: ‘Y si no me traen, tengo que matar las gallinitas que le empiezo a criar a mi mujer”. Martí entonces describe al campesino cibaeño: “El que habla es bello mozo, de pierna larga y suelta, y pies descalzos, con el machete siempre en puño, y al cinto el buen cuchillo, y en el rostro terroso y febril los ojos sanos y angustiados. Es Arturo, que se acaba de casar, y la mujer salió a tener el hijo donde su gente de Santiago”.
Por ese camino sigue Martí relatando su experiencia con los dominicanismos y la sabiduría de nuestros campesinos, anotando las frases que provocan su atención, tanta como para iniciar su
Diario
con este recuento, que algo de examen social comporta: “¿Por qué si mi mujer tiene un muchacho dicen que mi mujer parió, y si la mujer de Jiménez tiene el suyo dicen que ha dado a luz?”. Habla nuevamente de Arturo. Y sigue recogiendo frases, que reporta con la belleza imantable de su prosa: “A la moza que pasa, desgoznada la cintura, poco al seno el talle, atado en nudo flojo el pañuelo amarillo, y con la flor de Campeche al pelo negro: ‘Qué buena está esa pailita de freír para mis chicharrones’. A una señorona de campo, de sortija en el guante, y pendientes y sombrilla, en gran caballo moro, que en malhora casó a la hija con un
musié
de letras inútiles, un orador castelaruno y poeta zorrillesco… el marido, de sombrero de manaca y zapatos de cuero, le dice, teniéndole al estribo: ‘Lo que te dije, y tú no me quisiste oír: cada peje en su agua”. Y mientras toman agua del río Yaque en casa de Eusebio, Martí oye al general Gómez decir esta expresión que inmediatamente anota: “El caballo se baña en su propio sudor”. Frase que el cubano descifra como “toda una teoría del esfuerzo humano, y de la salud y necesidad de él”.
Ese es el Martí dominicano. El que visita Dajabón, el Santo Cerro, La Vega (donde se detiene a saludar a su amigo Federico García Godoy), el que en sus viajes a Santo Domingo se congrega en la casa de Federico Henríquez y Carvajal para conversar de política y de literatura, junto a otros amigos dominicanos. Y obviamente se hospeda en el hotel de la calle Las Mercedes que todavía recuerda una vieja placa. El que recorre la Ciudad Primada, visita la Catedral, es agasajado por sus amigos y sale luego a Barahona, para internarse luego en las tierras haitianas. El que escribe –y tal vez poco se recuerde- sobre Duarte. El que firma con Gómez el 25 de marzo de 1895 el Manifiesto de Montecristi y deja en manos al mismo tiempo de Federico Henríquez y Carvajal su testamento político.
Cinco días después de la firma del manifiesto que pone hora y destino a la independencia cubana, el 1 de abril en la madrugada, Martí embarca hacia Cuba junto al general Gómez, Paquito Borrero, Angel Guerra, César Salas y Marcos del Rosario (
“Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”
). Mes y medio más tarde, en Dos Ríos, cae Martí herido de muerte. Cuenta Cabrera Infante su versión: “La tropa del general Gómez, importante contingente, cruzó disparos con una minúscula columna española en Dos Ríos. El general Gómez dio el alto y recomendó a Martí (más bien le ordenó según el dominante carácter del dominicano) que se pusiera detrás suyo, como para protegerlo con su magro cuerpo, al tiempo que designaba al custodio de Martí (extrañamente llamado Angel de la Guardia) para que no perdiera de vista al Presidente. Martí sin embargo convidó a su custodia para seguir adelante, es decir para avanzar hacia el enemigo. En ese momento el caballo de Martí arrancó rumbo a la columna española. Angel de la Guardia no pudo hacer más que seguirlo al galope para ver a Martí recibir un tiro en el cuello, perder el equilibrio y caer del caballo”.
A partir de entonces, la epopeya la concluyó el general Máximo Gómez. El vínculo dominico-cubano quedaba sellado para siempre. En estos tiempos de fusiones imposibles, tal vez la única fusión dable y digerible sea la de las tres Antillas. Lo dijo Gómez y nadie lo recuerda: “Sueño con una ley que, con muy insignificantes restricciones, declarase (y lo mismo con Puerto Rico cuando fuese libre) que el dominicano fuese cubano en Cuba y viceversa”. Lo dijo en Cuba, en 1896, y luego en Santo Domingo en 1902 remarcó la frase con esta otra: “Cuanto hice en Cuba, como humilde y devoto soldado de la libertad, lo hice a nombre del pueblo dominicano, cuyas miradas estaban fijas en mí”. Alas de un mismo pájaro somos pues, cubanos y dominicanos.
www. jrlantigua.com
vinculación siempre fértil.

0 Comentarios